miércoles, 29 de enero de 2014

GOBIERNO DEL TERRITORIO (I): ¿A QUIÉN NO LE INTERESA ABORDAR LOS ASPECTOS FINANCIEROS Y FISCALES?

Las reglas del juego económico habitual promueven modelos territoriales y urbanos específicos, salvo que existan barreras institucionales que se lo impidan, y cuando estas barreras se diluyen, el afán de lucro ordena y construye a su antojo la ciudad y el territorio. Esto es lo que nos viene ocurriendo desde hace demasiado tiempo. La urbanización, que ha sido el más importante proceso de cambio en todos los tiempos, la principal fuerza motora de nuestro pasado crecimiento económico, se ha desarrollado sin sujeción a parámetros ordenadores al servicio de la ciudadanía. Los instrumentos y las técnicas urbanísticas no se han predispuesto para hacer ciudad sino para la transformación urbanística del suelo. Y su uso, en general, no ha respondido tanto a afrontar las necesidades colectivas de la población como a la voluntad de satisfacer a grupos de interés políticamente organizados.
Las bases de nuestro modelo de ocupación del territorio quedaron asentadas en la segunda mitad del pasado siglo, y perviven. Sus desequilibrios más enquistados proceden de entonces: un determinado modelo de negocio inmobiliario y una legislación al servicio de un urbanismo de gestión privada especulativa, que han movido permanentemente al incremento de los precios de los productos inmobiliarios -suelo y vivienda-, y a la expansión urbana. Un modelo que ha venido permitiendo el desarrollo urbanístico basado el fomento público de construcción privada de vivienda de obra nueva en propiedad, accesible con financiación ajena que, titulizada, reforzaba y dinamizaba al propio sistema financiero; estímulos al sector de la construcción con subsidios y desgravaciones; rentabilización de todo tipo de inversiones inmobiliarias preferentemente a través de las plusvalías derivadas de la promoción y venta libres de vivienda nueva que normalmente ocupaba nuevos suelos o se desarrollaba demoliendo edificaciones antiguas, en detrimento de la conservación y rehabilitación del patrimonio arquitectónico existente. 

Además, las Administraciones públicas han venido compartiendo plusvalías e ingresos asociados al desarrollo del proceso urbanizador, abriendo la puerta a los ingresos irregulares que han quebrado el equilibrio presupuestario entre ingresos y gastos corrientes al destinarse a inversiones cuestionables, y a las prácticas corruptas, propiciando a la vez una triple alianza entre promotores, constructores y políticos locales y regionales con competencias urbanísticas, sentando las bases para que el caciquismo prosperara en torno al negocio inmobiliario. Desde el punto de vista de su repercusión en la economía general, este modelo alimentaba el comportamiento cíclico del sector inmobiliario, que quedaba expuesto a los avatares de la coyuntura económica, provocando así, dado su peso en el conjunto de la economía, inestabilidad. El territorio, en general, y su gestión han estado estrechamente ligados al proceso productivo y al patrón de crecimiento de la actividad económica, sobre todo en la última fase alcista, el decenio inmobiliario (1997-2007), fundado en la elevada disponibilidad de financiación privada al servicio de la construcción.
En estas condiciones, la especulación siempre se ha podido imponer sobre los procesos planificados. Y, en estas condiciones, el urbanismo salvaje de las recientes décadas asociado a las medidas liberalizadoras de la economía que se pusieron en marcha a partir de 1996, potenció hasta la extenuación sus más negativas repercusiones, en términos medioambientales, económicos, sociales y culturales. Tensiones, competencia y enfrentamiento entre administraciones públicas territoriales con competencias concurrentes. Consumo excesivo de suelo. Desarrollo de dinámicas urbanizadoras sin asunción generalizada de criterios respetuosos con la conservación y puesta en valor del patrimonio cultural. Falta de perspectiva interterritorial, que ha alterado las tradicionales relaciones urbano-rurales, y condicionado la evolución previsible de lo urbano y lo rural a medio plazo. Postergación de las políticas de ordenación del territorio. Planeamientos puramente financieros, más que urbanísticos, dirigidos a generar valores hipotecarios que hoy pesan como una losa en el presente y el futuro del país. Promociones de viviendas nuevas y de equipamientos que han terminado por construir un espacio urbano con grandes carencias en la prestación de servicios a la población. Transformaciones urbanas auspiciadas por la expectativa de generación de rentas, sustituyendo a la población residente de rentas bajas por otra de mayor nivel económico. Casas sin gente y gentes sin casa….
Esta forma de gobernar el territorio, gravemente condicionada por imperativos económicos, ha condicionado pues la normativa urbanística, las políticas de suelo y vivienda, la normativa hipotecaria y bancaria, el sistema tributario. Se ha convertido en una hidra imposible de abatir que, además, llegó a ser un componente fundamental del sistema de financiación de las administraciones públicas y de generación de empleo. No es de extrañar, por ello, que este modelo se haya mantenido bajo cualquiera que haya sido el color de los Gobiernos que se han sucedido y que, aún hoy, esté resultando extraordinariamente difícil corregir. Es más, cabe pensar que si actualmente está en cuestión es, fundamentalmente, porque ha caído víctima de sus propios excesos, porque tocó techo forzando todos los parámetros económicos y financieros para maximizar el proceso de generación de plusvalías. Pero muchos de sus protagonistas todavía esperan volver a cabalgar a lomos de las plusvalías laminando en el tiempo las minusvalías que asolan nuestro sistema financiero. La crisis actual, en la que se ha gripado uno de los fundamentales motores económicos del país, debe servir para reflexionar, primero, y para corregir enérgicamente, después, esta realidad.
Y para esto no bastan informes o evaluaciones que el planificador, público o privado, perciba como algo externo e impuesto al debate urbanístico. Es preciso cambiar su mentalidad, la forma de abordar la ciudad y el territorio. No se trata tanto de imponer soluciones externas, sino de construir una nueva cultura del territorio que imbrique lo urbanístico, lo ambiental, lo social, lo económico. Utilizando el ejemplo del medio ambiente debe afirmarse que no basta con evaluar, es preciso planificar urbanísticamente en clave ambiental y social. De ese modo, la evaluación vendrá dada en el mismo planeamiento.
Pero el debate sobre el territorio, el urbanismo, las políticas de vivienda, la rehabilitación, la regeneración y renovación urbanas, se está abordando aisladamente, obviando que el modelo de gobierno del territorio, de planificación urbanística y de generación y gestión de plusvalías, ha estado en el ojo del huracán de la crisis actual, lo alimentó, lo aceleró, lo potenció. Erraremos si no acertamos a abordar, junto a los aspectos puramente territoriales y urbanísticos, los financieros y fiscales. La crisis actual fue inmobiliaria y financiera, financiera e inmobiliaria y, al menos en España, y no sólo en España, no se puede entender la gravedad y profundidad de una sin otra. No se trata sólo de salir de la crisis, se trata de hacerlo sobre otras bases, unas bases que impidan que, igual que en la década prodigiosa del urbanismo español se ha hipotecado el futuro de varias generaciones de españoles, puedan estas trasladar esa carga a las que les sucedan. No podemos cometer los mismos errores. Podremos cometer otros, sin duda. Pero los mismos, otra vez, no. Las futuras generaciones no nos lo perdonarían.

Rosario Alonso Ibañez
Catedrática de Derecho Administrativo
Miembro de Foro Ético


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