Cualesquiera que sean las causas que han originado la regresión en la que vivimos, podremos estar todos de acuerdo en que han de inscribirse en un proceso de graves contradicciones, de todo tipo. Como también que el origen de nuestros mayores desequilibrios económicos y financieros tiene raíces urbanas.
La magnitud alcanzada por el proceso urbanizador y edificatorio, financiado totalmente con deuda, hunde sus raíces en un modelo de crecimiento que ha sobredimensionado la construcción, no solo la construcción residencial, sino las infraestructuras en general. El suelo y su gestión han estado estrechamente ligados al proceso productivo y al patrón de crecimiento de la actividad económica. Un modelo que no ha respondido tanto a afrontar las necesidades colectivas como a la voluntad de satisfacer a grupos de interés políticamente organizados. Y es en las áreas urbanas donde se han concentrado sus más negativas repercusiones, en términos ambientales y sociales, acentuado el desequilibrio regional, bien visible en el contraste entre el dinamismo que han llegado a tener las grandes áreas urbanas y el litoral y el progresivo despoblamiento del medio rural.
Todo ello ha tenido, y tiene, repercusiones macroeconómicas. Es en el territorio donde deben convivir los modelos económicos, de cualquier signo que sean, algo que parece olvidarse en las propuestas para la reactivación económica que los partidos políticos han dado a conocer recientemente.
Que las áreas urbanas son jugadores clave en la competitividad global y principales impulsoras de la innovación y del desarrollo económico está presente en los compromisos políticos intergubernamentales europeos que se vienen sucediendo desde hace más de dos décadas. Sin embargo, a pesar del reconocimiento explícito de ser principales impulsoras de la innovación y del desarrollo económico su trascendental papel no ha merecido atención en los documentos donde quedan fijados los objetivos estratégicos que permitan nuestro crecimiento. Un fenómeno sorprendente que no parece haber afectado al debate de política económica de los últimos años. O no tan sorprendente si se tiene en cuanta el tradicional desinterés de las estratégicas económicas por el espacio, por el contexto físico en el que se dan los comportamientos económicos. Ha habido enormes debates sobre la necesidad de ajustar la regulación bancaria y financiera para evitar una repetición de la crisis. Ha habido casi unanimidad sobre la necesidad de reducir los déficits públicos y el nivel de deuda. Ha habido mucha discusión sobre la necesidad de acelerar reformas, miles de horas de conferencias y debates… pero ni una sola declaración de políticos - ni de los medios de comunicación- que tome en consideración el contexto en el que se tienen que aplicar dichas estrategias, que, quiérase o no, pasan por actuar de manera específica en aquellas zonas de las ciudades en las que se hace más patente el problema del desempleo, la degradación medioambiental y la pobreza y exclusión social. Es ahí donde se concentran en mayor medida estos problemas, por tanto, donde la adopción de las medidas de política económica para hacer frente a la pobreza y el desempleo, reducir las disparidades a todos los niveles y escalas, modernizar el sector de la construcción, facilitar el cumplimiento de los objetivos de lucha frente al cambio climático y la eficiencia energética debiera estar siendo objeto de atención.
La política urbana tiene repercusiones macroeconómicas y debe ser un instrumento macroeconómico. De ahí la trascendencia que tiene adoptar enfoques territorializados cuando se definan paquetes de estímulo. El reenfocar las propuestas económicas hacia contextos espaciales, definiendo determinadas áreas prioritarias en el territorio sobre las que deban intensificarse dichas medidas: centrarse en las ciudades con mayor número de personas viviendo en barrios vulnerables y con altos niveles de economía sumergida, por ejemplo.
María Rosario Alonso Ibáñez
Foro Ético
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