Se cumplen 34 años de las primeras elecciones municipales
y prácticamente tres décadas de la aprobación de la Ley de Bases de Régimen
Local, la ley que ha regulado hasta hoy la gestión de los ayuntamientos. Muchas
cosas han cambiado desde entonces y es pertinente plantear una reforma de la
administración local. La Troika desde Europa y el PP desde el gobierno han
diseñado, sin embargo, un escenario político con sobradas dosis de
economicismo, improcedente para esta reforma.
La nueva ley elaborada por el Ministerio de Hacienda y
Administraciones Públicas se denomina Ley de Racionalización y
Sostenibilidad de la Administración Local. Su tramitación
parlamentaria ha tenido escasa repercusión pública, a pesar de que se trata
de una de las reformas administrativas más profundas que se
producirá en nuestro país en los próximos años. Ante el gran público, el debate
sobre esta ley ha aparecido como un simple tira y afloja entre
administraciones. Pero la ley, que entrará en vigor a principios del próximo
año, trastocará sustancialmente el día a día de muchos pueblos y ciudades.
Esta reforma afecta a un grupo de instituciones
olvidadas tradicionalmente por la alta política: entidades locales menores,
municipios, diputaciones provinciales, comarcas, mancomunidades, consorcios,
áreas metropolitanas... Todas ellas ofrecen un catálogo de servicios de
gran relevancia para la vida de los ciudadanos: políticas de igualdad
y de género, servicios sociales, guarderías, vivienda, empleo, juventud,
infancia, participación, dependencia, inmigración, transporte, formación... La
reforma aborda las condiciones en las cuales estos servicios deberán ser
gestionados por dichas instituciones en el futuro.
Muchas de las medidas plateadas afecta a la distribución
de las competencias municipales. La ley persigue hacer efectivo el
criterio “una Administración, una competencia”, pero no define con precisión
las competencias que deben ser desarrolladas por la Administración Local,
diferenciándolas de las estatales y autonómicas. Se enumera un listado de
materias que los municipios han de ejercer obligatoriamente como competencias
propias, pero su determinación definitiva se reserva para normas posteriores.
En relación con las competencias consideradas impropias (prestadas
por los municipios voluntariamente durante años, sin transferencia de recursos
por parte de las administraciones competentes) se establece que no deberán ser
asumidas por las entidades locales. Sólo en el caso en que dichas competencias
no pongan en riesgo la sostenibilidad financiera del conjunto de la Hacienda
local, se admitirá la prestación por parte del ayuntamiento.
Con esta reforma el gobierno pretende ahorrar 8.024
millones de euros para el período 2014-2019. Es fácil imaginar que dicho
ahorro se conseguirá a base de reducir costes en la prestación de los servicios
municipales. La ley no menciona explícitamente otra posibilidad. Para gestionar
esta sustancial disminución de recursos de los ayuntamientos, la ley establece,
entre otras medidas, que sean las diputaciones provinciales las entidades
encargadas de gestionar determinados servicios mínimos en los municipios con
población inferior a los 20.000 habitantes.
El gobierno recurre a los responsables de las
diputaciones no por ser mejores gestores que alcaldes y concejales (la
experiencia más bien demuestra lo contrario), sino porque desde las
diputaciones, lejos de la presión de los ciudadanos y los destinatarios de los
servicios, parece más fácil y efectivo reducir la calidad y cantidad de las
prestaciones municipales. Pero el gobierno se equivoca gravemente al
menospreciar las habilidades gestoras de los municipios. Durante años los
ayuntamientos han desarrollo sistemas de administración que han resultado muy
eficientes y los han convertido en las instituciones menos hipotecadas del
ámbito público: la deuda municipal sólo representa el 6% del total de
la deuda pública. Lamentablemente con esta reforma vamos a
perder la oportunidad de trabajar con los mejores gestores públicos en
la mejora de la administración local.
Por otra parte, no sabemos cómo se va a producir el
traspaso de competencias de los miles de municipios a las diputaciones
provinciales, ni cómo se va a evitar que este proceso se convierta en un
verdadero despropósito. Tampoco tenemos la seguridad de que las diputaciones
puedan garantizar la continuidad de los servicios.
Ante tanta incertidumbre es previsible
que los servicios municipales traspasados a las diputaciones acaben siendo
privatizados, lo cual es motivo de profundo desánimo entre gestores
municipales, que llevan años de trabajo minucioso, silencioso y prácticamente
vocacional. Y no sólo eso, un reciente informe del Tribunal de
Cuentas que analiza la prestación de servicios de ayuntamientos
españoles de menos de 20.000 habitantes, concluye literalmente que sale
más caro un servicio público cuando lo ofrece una empresa privada que cuando lo
ofrece el ayuntamiento.
Cabe decir, por otra parte, que como consecuencia del
traspaso y la privatización de los servicios municipales, los
ciudadanos perderán el derecho a pedir responsabilidades políticas por su
gestión, porque los miembros de las diputaciones no son cargos electos, no
se eligen por elección directa. Con toda probabilidad, el castigo
político que se pueda derivar de la pérdida de calidad de los
servicios, recaerá electoralmente en los representantes municipales que hasta
ahora han sido prestadores, produciéndose así un grave déficit democrático.
Una ultima objeción al traspaso de competencias a
las diputaciones. Se parte de la idea de que las diputaciones gestionaran
más eficientemente al aplicar el criterio de economía de escalas (costes
menores a escalas superiores). Y en efecto, muchos servicios municipales
funcionan bajo este criterio, por ejemplo, el tratamiento de residuos urbanos y
el transporte público, que ya funcionan en muchos casos mancomunadamente. Pero
no todos los servicios que gestionan los ayuntamientos se adaptan a esta
fórmula. Sólo cuando los costes fijos son muy altos y los costes
variables bajos, la economía de escalas es eficiente (Ignacio
Escañuela, “Una reforma local absurda”). Por tanto, habrá que estar atentos a
esta consideración, y evitar que se produzcan traspasos a las diputaciones que
no supongan un ahorro efectivo o que incluso puedan representar un incremento
de costes.
Uno de estos servicios podrían ser los denominados
servicios sociales. En nuestro país, más de 50.000 personas trabajan en
los servicios sociales que prestan las corporaciones locales para atender a
unos 7 millones de usuarios. Con la reforma local miles de ayuntamientos
perderán la gestión de estos servicios y se convertirán en meros gestores
administrativos sin capacidad de decisión política. Las decisiones se tomarán
lejos y las prestaciones se reducirán mucho.
El gobierno se ha percatado de la inoportunidad
que supone desmantelar los servicios sociales pocos meses antes de las
elecciones municipales (mayo de 2015) y generales (noviembre de 2015) y,
de momento, ha aplazado ésta y otras medidas sensibles hasta el 31 de diciembre
de 2015. Pero a pesar de la inoportunidad y la falta de consenso político
y social, el Ministerio de Hacienda se muestra dispuesto a seguir adelante con
la reforma. Rechazó la mayoría de las 447 enmiendas que
presentaron los grupos de la oposición. Algunos partidos han reclamado la
retirada total de la reforma, y otros se han mostrado dispuestos a recurrirla
ante el Tribunal Constitucional. Algunas comunidades autónomas también están
valorando esta posibilidad por entender que invaden las competencias que les
otorgan sus estatutos. El mundo local se ha movilizado para la protesta.
Asociaciones vecinales y de municipios, sindicatos, alcaldes y concejales
protagonizaron concentraciones bajo el lema Defiende tu ayuntamiento,
el 12, del 12, a las 12. Contra la reforma local. Algunos cargos
públicos del PP también han manifestado públicamente sus reticencias.
Los opositores califican el proyecto como una ley
anti-ayuntamientos y consideran que es una reforma parcial y
autoritaria, que fomentará la pérdida de empleo público y las desigualdades en
la financiación. Muchos la consideran un grave ataque al municipalismo y
al papel que han jugado los municipios en la construcción de este país. Gran
parte de los argumentos de los opositores han sido avalados por un demoledor
informe del Consejo de Estado, obviado también por el gobierno.
A muchos sólo se les queda la posibilidad de esperar una
derrota electoral del PP dentro de dos años para derogar la ley. Es la única
alternativa que queda cuando los cambios legislativos se consiguen a
base de autoritarismo. Las leyes requieren consensos sólidos, tiempo de
elaboración y legisladores comprometidos con la sostenibilidad de las
políticas. Si se tramitan por la fuerza de las mayorías parlamentarias, de
forma rápida, insuficiente y mal trabajadas, el resultado final son leyes-acordeón que
se inflan y desinflan dependiendo de algo tan volátil como los resultados
electorales. Desgaste de tiempo, energía y recursos; oportunidades perdidas por
falta de miras, madurez política y democrática; años de estancamiento y
parálisis; desafecto ciudadano.
Los municipios necesitan mecanismos
adicionales de refinanciación (sólo se les asigna el 13% del gasto público); un
reparto de competencias por áreas y programas, no un sistema horizontal igual
para todos; sistemas de evaluación de los servicios municipales inspirados en
criterios sociales, no únicamente economicistas; gestión mancomunada de algunos
servicios; ahorro, estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera; pero
también, autonomía, descentralización, subsidiariedad, proximidad y
rentabilidad social.
Una reforma de este alcance sólo sería posible con la
participación de los tres niveles del Estado: central, autonómico y local; con un trabajo que
profundice en la comprensión del papel que los pueblos y ciudades han jugado en
el bienestar social. Sólo se alcanzaría si definitivamente se
considerara a los ayuntamientos parte del Estado, en igualdad de
condiciones con respecto a otras administraciones.
Esta ley tiene un problema conceptual de
fondo: no se comprende bien la labor que ejercen los municipios. Los
ayuntamientos conocen mejor que nadie las preferencias locales y mejor que
nadie pueden dar respuesta a las necesidades. Si queremos que los ayuntamientos
sean realmente eficientes debemos dejar que participen más, y no menos,
en las decisiones de las políticas locales. Posiblemente con esta ley
conseguiremos ahorrar costes pero, no cabe duda, que alejaremos a los
ciudadanos un poco más de las instituciones públicas, justo en el momento en el
que se requiere actuar localmente y con mayor proximidad.
Carmen Moraira Reina
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