Los sectores regulados en España nacen al principio de la década de los noventa como resultado de los programas de liberalización de mercados que marcaban la política económica liberal en el panorama internacional. Es seguro que la política del gobierno Aznar se inspiró en el ejemplo inglés donde, las reformas pioneras llevadas a cabo en el Reino Unido desde los años 80 por el gobierno Thatcher, significaron un cambio radical en la organización de estos sectores, en cuanto a que las decisiones que se tomaron en aras a una mayor eficiencia económica consistieron en medidas de desintegración vertical, liberalización y privatización. Además, la aprobación de las directivas europeas (EC, 1997,1998) sobre la aplicación de reglas comunes para la creación del mercado interior de la energía supuso un impulso adicional en la misma dirección.
Los sectores susceptibles de regulación son sectores que tradicionalmente habían permanecido apartados de la disciplina de mercado, en los que las empresas eran propiedad del Estado, o bien estaban sometidas a una intensa regulación por parte de las autoridades públicas. La naturaleza de estas industrias es la producción de bienes y servicios básicos esenciales, pero además comparten todas, una característica principal, se requiere una red para su suministro. Tal es el caso de las telecomunicaciones, el gas, el agua o la electricidad. Y es por tanto, lo que determinaba básicamente que se consideraran y se trataran como un monopolio natural en todas las fases del proceso productivo.
Con el nuevo enfoque liberalizador, las diferentes actividades que componen el suministro, ya no son vistas como un único sector con características de monopolio natural, sino como un conjunto de actividades complementarias, algunas de las cuales conservarían la característica de monopolio natural. Y el proceso de reestructuración entonces, se basa en la desintegración de la configuración tradicional de la industria mediante la identificación y separación de las actividades susceptibles de funcionar en régimen de competencia, de las actividades que debido a sus características de monopolio natural, deben continuar sometidas a la autoridad reguladora.
Estas actividades sometidas a regulación son las que dan lugar al desarrollo de instituciones reguladoras que por un lado, gobiernen los segmentos caracterizados por monopolio natural y, por otro, promuevan y aseguren el correcto funcionamiento del mercado en los segmentos competitivos. Pero todo esto, que en la teoría y el discurso político puede ser muy bonito y fácil de entender, es muy complejo de implementar y de estructurar en el caso de los sectores regulados, ya que a los problemas de competencia comunes a cualquier liberalización de mercado les debemos sumar los de regulación. Los problemas de regulación se centran en la necesaria regulación de precios y en las propias instituciones reguladoras, ya que el objetivo principal y tradicional de la regulación es la prevención del poder del monopolio de las compañías, evitando abusos y discriminaciones entre los consumidores.
Los problemas de la competencia en sectores regulados surge a finales de los 90, ya que confluye por una parte la exclusión por Ley de la legislación de defensa de la competencia para este tipo de sectores y, además, la progresiva consideración del mercado único europeo y en general, el imparable proceso de globalización, hace que aparecieran diariamente continuas operaciones de concentración, alianzas y fusiones que afectaban a grandes empresas eléctricas, petroleras, de transporte y telecomunicación, tanto en España como fuera de España. Todas debían pasar el escrutinio de las Autoridades de la Competencia (a veces, más de una, en Europa y Estados Unidos) en medio de una total incertidumbre económica y legislativa como la española. Este escenario, favoreció una absoluta discrecionalidad, por no decir arbitrismo, con que los gobiernos autorizaron, vetaron o condicionaron las operaciones de concentración, impropia de un Estado de Derecho y más basada en beneficios partidistas, cortoplacistas y de “lobbies” de presión, que en argumentos técnicos y de interés público.
Como consecuencia de estas operaciones la tipología de los sectores regulados es muy similar. Podríamos definir cada uno de ellos como un mercado de tipo oligopolio, constituido por un número muy pequeño de empresas que dominan la actividad. Esta estructura paradójicamente es de lo que se quería huir. Curiosamente pasamos de un monopolio del estado a unos pocos monopolios en manos privadas y que como hemos visto en la actualidad internacional en estos años, sucumben fácilmente a una mala práctica, castigada con grandes multas, concertar los precios como un “cartel”.
Finalmente, a modo de ejemplo y debido a la trascendencia económica y social que supone en estos últimos años, vamos a adentrarnos un poco más en detalle en el mercado eléctrico español.
El Mercado Eléctrico Español podríamos considerarlo como un oligopolio, en el sentido de que se reparte entre cinco grandes empresas eléctricas, las cuales generan el 80% de la producción total y el 90% de la venta o comercialización españolas. Estas empresas son: Iberdrola, Gas Natural Fenosa, Endesa, EDP-Energías de Portugal y E.ON
La primera fase de la liberalización del sector eléctrico comienza en la primera legislatura del gobierno de Aznar (Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico), en la que se separan las actividades reguladas (transporte y distribución) de las no reguladas (producción y comercialización), por lo que las empresas se ven obligadas a separar contable y jurídicamente esas actividades. El Gobierno presidido por Aznar y apoyado oficialmente por Piqué, Nemesio Fernández Cuesta y Luca de Tena, decide entonces “indemnizar” con 1,3 billones de PTA a las empresas eléctricas existentes en ese momento en base a lo que se definió como CTC (Costes de Transición a la Competencia) ya que se pasaba de un sistema regulado totalmente a otro liberalizado. Desgraciadamente, no se concretó ninguna prescripción para el gasto de esa desorbitada cantidad, por lo que fundamentalmente las empresas lo gastaron en fusiones, adquisiciones y diversificación, aprovechando el escenario económico y legislativo que se ha mencionado anteriormente y no lo hicieron en ser más competitivos en el sector eléctrico.
Al mismo tiempo, este gobierno desarrolla la Ley Eléctrica, determinando que es el mismo gobierno el encargado de aprobar las tarifas eléctricas en cada período marcado. Anualmente hasta 2007 y trimestralmente desde 2007. En el año 2000 los responsables gubernamentales aprobaban unas tarifas que no incluían todos los costes que las compañías eléctricas aseguraban tener, reconociendo ya legalmente ese déficit de tarifa, con lo que ya estamos asistiendo al origen del “Déficit Tarifario” de Piqué, que arrastramos desde entonces y que actualmente es superior a 27.000 Millones de Euros. Se trataría de una especie de deuda aplazada de los consumidores con las empresas eléctricas. El objetivo de este déficit era mantener bajos los precios de la electricidad y evitar efectos negativos en la inflación, la competitividad, así como desgaste político.
La explicación dada en su día por Josep Piqué, Ministro de Industria en esa época, sobre el porqué de esta medida es que la situación económica del país era mala y con ella y otras medidas se trataba de aliviar la situación de los consumidores (empresas y familias). Sobre dicha medida añade que tenía carácter temporal. El problema ha sido que, hasta ahora, los
sucesivos gobiernos han mantenido esta decisión y el déficit de tarifa ha aumentado. Cuando se incurre en déficit, el sistema eléctrico asume esta deuda que, una vez reconocida a las compañías eléctricas, habrá que pagar a lo largo de los años siguientes mediante un aumento del precio de la electricidad.
El quid de la cuestión es que el déficit tarifario no es un déficit económico, sino regulatorio; ya que se define como la diferencia entre los ingresos que las empresas perciben por los pagos de los consumidores (que fija la Administración y que pagan por sus suministros regulados y competitivos) y los costes que la regulación les reconoce por suministrar electricidad (costes de adquisición de la energía para las tarifas integrales, de transportar, distribuir, subvencionar determinadas energías que según el Ordenamiento Jurídico están incluidos en las tarifas, etc.). Y la verdad es que los costes reales que tienen las empresas son inferiores a los costes que la regulación les reconoce. De hecho, el coste real de la producción de electricidad es desconocido porque las empresas productoras se niegan a someterse a auditorías públicas de costes, así como el dudoso y engañoso sistema en el mercado horario de subasta (pool), pagándose el kWh de equilibrio al precio marginal, que es el precio más alto de la casación.
En definitiva, los gobiernos que desde el año 2000 han aprobado estas tarifas eléctricas han tenido en cuenta los costes esperados, pero también los “costes deseados” (desde el punto de vista del regulador) de suministrar electricidad para ese periodo. La divergencia entre los costes reales esperados y los costes “deseados” por el regulador se debe, fundamentalmente, al coste político del supuesto impacto inflacionista de las tarifas eléctricas y a su efecto sobre la competitividad de algunos sectores de producción con consumo intensivo de energía. El miedo de las sucesivas administraciones a estos efectos derivados de un aumento de las tarifas eléctricas ha hecho que los distintos Gobiernos hayan preferido incluir en el proceso de cálculo de las tarifas el “coste deseado” de suministro en vez del “coste esperado”.
El hecho real es que en España pagamos por la electricidad uno de los precios más altos de Europa, según lo declara la misma Comisión Nacional de Energía en el Informe sobre el sector energético español, del 7 de marzo de 2012,
“…
Con respecto al nivel de competitividad del sistema, en España los precios finales, especialmente de electricidad, que tienen un impacto directo en la competitividad industrial, se situaron en 2011 en el rango elevado de la Unión Europea. Por su parte, los precios finales para los consumidores doméstico-residenciales, especialmente de electricidad, registran puestos entre los más elevados del ranking europeo…”
María Teresa González Aguado