martes, 9 de abril de 2013

El Estado de las economías

Tenía seis años cuando murió Franco. Mi generación no votó la Constitución de 1978 ni participó en la transición a la democracia. Ambas aparecen hoy ante nosotros como dos mantras que nadie parece poder cuestionar. La Constitución es un límite taumatúrgico y la transición un proceso perfecto fruto de un sacralizado consenso entre fuerzas políticas que, sin embargo, partían de presupuestos incuestionables como la monarquía o la inexigibilidad de responsabilidades tras la dictadura.


Cuesta mucho, a muchos, reconocer que Constitución y transición fueron simplemente el producto del pacto posible hace ya treinta y cinco años, un pacto entre las élites procedentes de un régimen dictatorial nacido de un golpe de Estado y una cruenta guerra civil y unos partidos políticos emergentes, renacidos cual ave fénix en algún caso o reconstruidos en la clandestinidad en otros. Los primeros, alineados en Unión de Centro Democrático o Alianza Popular, superado el proceso constituyente y la propia transición a la democracia, tuvieron que realizar su particular travesía del desierto para construir un partido político que aglutinase al centro derecha, el Partido Popular, una nueva CEDA. Los segundos, llamados al gobierno del país de manera prácticamente inmediata, hicieron lo propio en torno a un PSOE que fue devorando a cuantos se acercaban a él limitando rápidamente el espacio político del PCE, pronto integrado en Izquierda Unida. La izquierda aglutinada en el PSOE generó, eso sí, unas nuevas élites políticas que fueron rápidamente abducidas por los lobbies sociales y económicos del país, escasamente afectados por la transición, una clase política cada vez más distanciada de sus bases.


El modelo de partidos cuajó rápidamente en un bipartidismo imperfecto, potenciado por un sistema electoral concebido para favorecer a las mayorías y facilitar la gobernabilidad del país, escasas exigencias y controles de la democracia interna de los partidos y tenues normas sobre transparencia y prevención de conflictos de intereses. El proceso de descentralización, esbozado y no acabado en la Constitución, carente de un punto de llegada y, por ello, disgregador, generó el actual Estado autonómico fruto de sucesivos pactos entre las fuerzas políticas mayoritarias tendentes, en términos generales, a igualar la capacidad de gobierno de las diferentes Comunidades ampliando sus competencias, pero manteniendo un régimen de financiación dual, que favorece al País Vasco y Navarra y suscita, por ello, envidias y tensiones de otras Comunidades que obtendrían mayores recursos con el sistema de cupo y aspiran al mismo. Este fue, en términos generales, el contexto político e institucional resultante de la transición. 


Hoy, sin embargo, los consensos y las instituciones, pese a las resistencias del sistema de partidos que ha dominado la política del país durante casi cuatro décadas, están siendo cuestionados duramente como consecuencia de una corrupción que parece generalizada y que se hace evidente acaso como consecuencia de la grave crisis social y económica que atravesamos. Es el sistema de partidos mismo lo que hoy está en cuestión, fagocitado como ha sido por una clase política incapaz de renovarse salvo por cooptación, profesionalizada en grado sumo, sin posibilidad de retirada y percibida como uno de los más graves problemas, acaso el fundamental, por los ciudadanos. Las expectativas electorales de los dos grandes partidos disminuyen día y día, pero no surgen tampoco alternativas potentes, que generen confianza, que parezcan capaces de tejer mayorías alternativas. La resistencia al cambio, la inmovilidad de los grandes partidos, acaso la caverna renacida, hacen que la situación política se esté agravando progresivamente profundizándose de este modo en una crisis representativa, que no democrática, que provoca una gran distancia entre representantes y representados. La confianza se ha roto y la pasividad, que antaño solía resolver ciertos problemas, hoy no la reconstruirá. 

Tampoco desde la perspectiva institucional la inacción será solución. Para un observador atento el modelo de Estado que surgió de la transición y del proceso descentralizador que impulsó la Constitución, basado en los principios de autonomía y competencia, está cambiando rápidamente. Del Estado de las autonomías hemos pasado al Estado de las economías, en el que la autonomía como principio fundamental de relación entre poderes ha dejado paso a la estabilidad presupuestaria como mandato impuesto incluso al poder soberano, que lo ha visto incorporado a la Constitución sin que se le pidiera opinión al respecto. Más allá de principios organizativos, distribución de competencias e intereses respectivos, o mejor por encima de ellos, se imponen hoy las exigencias de estabilidad presupuestaria. Hoy la crisis constitucional que puede dar lugar a la intervención de Comunidades ya no es la secesión, que inspiró el artículo 155 de la Constitución, sino el descontrol presupuestario. Y al socaire de tales exigencias se pone la Constitución al servicio del general interés, postergando el interés general. 

Julio Tejedor Bielsa
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